Tener 30 años se ha convertido en una experiencia muy extraña, y la culpa de esto la tiene la acrecentada esperanza de vida. Hasta la generación de nuestros papás, los 30 eran la mitad del asunto, por eso, a esa edad ya tenían hijos, una casa y un trabajo estable. Para nosotros, en cambio, es solo 1/3 de vida, pero la biología no lo sabe y ese desfase provoca que estemos hechos un revoltijo de dudas, trabajos freelance sin mucho futuro y punzantes “¿ya me tardé en tener hijos?”. “Una línea que cae y se deshace” explora con una sensibilidad a la medida de nuestra edad ese trance y la angustia que genera vivir entre el deseo de liberarse –aunque se ignore cómo luce esa libertad– y el terror de no tener algo seguro. Javier, trader de una casa de bolsa, encuentra en la autodestrucción sutil un camino para lidiar con esta carga: ya sea manejando ebrio o cagándola en el trabajo para ver si consigue provocar su despido, el protagonista anhela la catástrofe pero no tiene el valor de conjurarla, así que le tiende trampas al destino. ¿Una generación como la nuestra puede creer todavía en el destino? No, somos muy cínicos y ateos para eso, pero sí, como bien lo describe Fierro, en “algo que no es destino ni suerte, una zona intermedia indefinible donde el azar se revela como un conjuro que el hombre busca hasta encontrar”. La novela consigue vislumbrar una esperanza al final, algo que muchos intuimos, pero ante lo que nos mantenemos dolorosamente inmóviles: más allá del trabajo rutinario, del estrés insoportable que hemos vuelto cotidianeidad y de los fútiles compañeros de oficina, está la vida.
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