Cuando una está enferma, todo gira en torno al padecimiento: la vida se vuelve monotemática. Yo lo sé (un poco, intermitentemente) por los episodios graves de mi endometriosis, cuando los días se organizan alrededor de ultrasonidos, operaciones, recuperación, medicamentos, y, por supuesto, lidiar con el seguro de mierda. A pesar de todo, es manejable y me deja hacer mi vida. La enfermedad de esta novela es un relámpago que hace estallar todos los transformadores: Lina, la protagonista, se queda repentinamente ciega.
El episodio ocurre en las primeras páginas de la novela, así que todo lo que sigue exuda angustia por varias razones:
La medianía. Lina no se queda completamente ciega, pero apenas distingue formas y colores. Este estar en el medio es frustrante: piensa que todavía puede hacer las cosas como antes, pero sólo genera torpeza y frustración. Como tampoco es ciega, no puede comenzar a entrenarse en una vida de la cual aún tiene la esperanza de no formar parte.
La espera. ¿Quién no ha sentido el tiempo detenerse cuando espera un resultado médico? Lina no sabe si la podrán operar, tiene que esperar dos semanas y luego un mes a que la sangre de su ojo se limpie un poco.
La presión familiar. Ah, la familia. Siempre bienintencionada pero pesada como una lápida:
“Desde Chile empezaron a repetirse las llamadas de teléfono, con tarjeta o a cobro revertido, llamadas insistiendo en que adelantara mi vuelo. Que me operara ahí donde ellos, que eran la familia, ese turbulento clan de origen mediterráneo armado de amor hasta los dientes, donde ellos, todos juntos o alternándose en turnos, pudieran hacerse cargo. Acompañarme en el quirófano si fuera necesario. Darle instrucciones a los especialistas. Asesorarme en la convalecencia. Sin saberlo ellos conspiraban contra mi escasa paz interior, contra mi imperiosa necesidad de estar un poco sola con mis miedos y mi enorme ingratitud. Conmigo misma y mis oscuros propósitos.”
La historia, que empieza y avanza como una especie de autobiografía novelada, adquiere un giro insólito y vertiginoso en el último par de páginas. Es siniestro, aterrador, perfecto. Desde “Continuidad de los parques” de Cortázar que no había tanta tensión en unos cuantos párrafos. Y sí, aquí somos re fans de Meruane.
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