No debes olvidar nada. Esa es la consigna que permea este libro increíble –el recuento que Roth hace de los últimos años de vida de su padre, a partir de que le descubren un tumor cerebral. Herman Roth es un personaje que construyó su sentido como individuo alrededor de la memoria: para él, “estar vivo es estar hecho de memoria”: recuerda con apabullante precisión nombres, calles, anécdotas, partidos enteros de baseball. Acudimos a la incredulidad que Philiph Roth siente a causa de la disminución física que experimenta Herman a lo largo del libro, a quien describe no como cualquier padre, sino como EL padre: aquel que, en términos psíquicos, es quien establece los limites, la disciplina, el que hace entrar a los hijos en la cultura y la sociedad. Por ello la incredulidad de ver al propio padre envejecer es una de las experiencias más extrañas de la vida: se tenga la edad que se tenga, él es la roca fuerte e inquebrantable. Entonces, ¿qué le hace al espíritu el llegar a extremos como el que se narra en el libro: limpiar la mierda de un viejo que no controla más su digestión? Roth, lúcido, dice que ese es precisamente el patrimonio: la mierda que te deja tu progenitor. En algún momento, cuando su padre ya está muy enfermo, a Philiph Roth le hacen una operación de emergencia: quíntuple bypass para que su corazón pueda seguir latiendo. Sus ruegos son de una ternura desgarradora: no reza por sí mismo, sino porque su padre no muera todavía. “No mueras. No mueras hasta que recupere mi fuerza. No mueras hasta que pueda hacerlo bien. No mueras mientras estoy indefenso”. Es imposible leer ese fragmento –y tantos más– sin llorar. “No debes olvidar nada” es la consigna de este libro y también es la instrucción espiritual de los novelistas: ¿cómo narrar e imaginar historias si no es registrando cada detalle que llama la atención, sea anodino o extraordinario? Uno nunca sabe de qué grieta brotará la próxima historia.
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