Un recuento del gran equívoco moral que derivó en interpretaciones desafortunadas sobre la obra del escritor checo. Colaboración que originalmente publicó Algarabía.
En Los testamentos traicionados, Milan Kundera ensaya sobre algunos artistas: músicos y escritores del siglo xx. El segundo capítulo está dedicado a Franz Kafka. Más bien, a la mala lectura que se ha hecho de él. Lo titula «La sombra castradora de San Garta». San Garta es un personaje de una novela de Max Brod —el íntimo amigo de Kafka— que a todas luces es Kafka.
En ese capítulo, Kundera pone el dedo sobre una llaga incómoda, una que muchas veces se niega pues sirve a propósitos literarios o académicos, que no artísticos: el personaje mítico en que se ha convertido a Kafka. Lo describe bien en una frase: «…el santo patrono de los neuróticos, deprimidos, anoréxicos y frágiles, de los majaderos y los histéricos».
Esa imagen no fue construida por un sólo hombre —Brod—, sino que fue necesaria la creencia, aceptación y perpetuación de dicho personaje imaginario.
Intento un ejercicio de imaginación y trato de adivinar las circunstancias o las razones que permitieron que tal cosa ocurriera. ¿Quizá este arquetipo atendía alguna necesidad del espíritu de la época? ¿Se buscaban imágenes del terror, de lo incomprensible, de lo inverosímil? ¿Formas de entender la paranoia, tan irracional como la persecución? Todas esas explicaciones podrían ser válidas; sin embargo, se sostienen perfectamente bien apelando a la obra de Kafka y no a ese muñeco triste que han hecho de él.
Una primera hipótesis sobre esta deformación de la figura de Franz Kafka tiene que ver con sus traductores. En un deslumbrante y breve ensayo titulado «Kafka: Translators on Trial» (1998), J. M. Coetzee revisa la historia de las primeras traducciones al inglés de los libros de Kafka. Sorprendentemente, fue una pareja escocesa que aprendió de manera autodidacta el alemán quien se encargó de ello a partir de 1930; y son sus versiones las que han servido como base para las traducciones subsecuentes al inglés.
La narrativa de Kafka se caracteriza por presentar circunstancias angustiosas y opresivas, por lo que el termino «kafkiano» se ha quedado para describirlas. Más allá de los defectos técnicos y de interpretación que los textos de Edwin y Willa Muir pudieran haber tenido, es la interpretación de Brod sobre Kafka —que influenció a los Muir— lo que deformó las traducciones de los escoceses. Dice Coetzee: «Edwin Muir creía que su tarea era no sólo traducir a Kafka, sino guiar a los lectores angloparlantes a través de estos novedosos y complejos textos».
Por desgracia, para ello se basaron en la lecturas de Kafka hechas por Max Brod, lo que provocó que los prefacios de Edwin Muir perfilaran a Kafka como «un genio religioso; un escritor de alegorías religiosas». De acuerdo con Coetzee, hay ocasiones en que se sacrificó la fidelidad al texto ante la visión que se tenía de Kafka y su obra; es decir, se tradujo de tal manera que imágenes o pasajes que no cuadraban con la imagen del Kafka «iluminado» se adaptaran a ella.
Cuando Brod se decidió a publicar póstumamente los manuscritos de Kafka, reunió firmas en una declaración pública de apoyo, con nombres tan importantes como Thomas Mann, Martin Buber y Hermann Hesse, quienes así parecían legitimar la lectura de Kafka que Brod había hecho. La concepción de Kafka como un iluminado sin duda influenció la traducción que de él hicieron los Muir. Ese hecho provocó que la versión de 1926 de El castillo dominara las lecturas de Kafka por demasiado tiempo. Fue hasta 1982 cuando el germanista Malcolm Pasley reeditó El castillo desde cero, basándose en manuscritos kafkianos limpios de la mirada de Brod.
Coetzee relata un ejemplo que nos permite ver lo mucho que esta concepción puede deformar la traducción de los textos originales: para los Muir, siguiendo la interpretación de Brod, el agrimensor K. en El castillo es la figura de un peregrino simpático. En un punto de la novela, K. afirma haber dejado a su mujer e hijo en casa, sin embargo, después quiere casarse con la camarera Frieda. Para no interferir con la imagen de escritor moral que se habían creado de Kafka, los Muir simplemente optan por omitir a la esposa e hijo de K. en su traducción de El castillo.
Su lectura optimista de las obras de su amigo es un intento por no mirar lo mucho que de absurdo y terrible tenía el mundo de su época, denuncia que Kafka logró sin cobardía y sin ser moralizante. Más allá del hecho –haber publicado los textos que Kafka pidió expresamente quemar–, es la actitud de Brod hacia la literatura de Kafka lo que encuentro repugnante. Al parecer, Max Brod tenía una idea de la literatura que, tristemente, sigue siendo compartida por muchos hasta el día de hoy: que debe ser edificante. Kafka era un santo, poseía la verdad, mostraba el camino, “quería la pureza absoluta”, buscaba guiar a las masas, “describir los horribles castigos destinados a los que no siguen el buen camino”. Si eso fuera remotamente cierto, Kafka no sería inmortal, como sí lo es. La literatura que es un dedo índice rígido y apuntador, que pretende enseñar qué es lo bueno y lo malo y adoctrinar moralmente a su lector es literatura que muere rápidamente. Es literatura que cualquier lector con dos dedos de frente escupirá de inmediato: no somos párvulos que busquen una mamá regañona.
El arte no es prescriptivo: el artista tiene tantas dudas como su lector y el ahondar juntos en ellas es lo que los hermana. Dice Ernesto Sabato: “El artista -el escritor- debe ahondar en la metafísica humana, develando en la contingencia de su obra, en su limitación espacial y temporal los valores y las dudas eternas, que son propias tanto del pastor europeo del medioevo como del rutinizado empleado industrial del siglo XX”. Eso es lo que hace de Kafka un grande: mostrar sus incertidumbres y horror ante un mundo que, como a nosotros, le parece incomprensible y ensayar una imaginación descabellada como única posibilidad para explicárselo. Brod se equivoca bestialmente al querer pintar a Kafka como un iluminado que conocía el “camino del bien” y aspiraba a mostrárselo a sus lectores. Kafka no es sino perplejidad y abismo, y por eso nos sentimos y nos seguiremos sintiendo cercanos a su literatura.
Hay algo especialmente esperanzador en «La sombra castradora de San Garta», en Franz Kafka. El humor. Y es que, ante la inconmensurabilidad del espanto del mundo, una salida es hacerse un ovillo, entregarse al miedo y cerrar los ojos, desmarcándonos ficticiamente de una vida que de cualquier modo tenemos que vivir. La otra salida es abrir bien los ojos, mirar con atención la realidad y reírse ante su absurdo. Sí, muchas de las proposiciones kafkianas sobre el mundo son trágicas, pero el telón que abre nuestros sentidos hacia ellas es cómico, así como sus corolarios. Quién sabe si eso precisamente sea lo que subraya su fatalidad. El sentido del humor es, sin duda, un signo de inteligencia mucho más fidedigno que la capacidad de autoflagelarse.
“Sin Brod, hoy ni siquiera conoceríamos el nombre de Kafka”, escribe Milan Kundera.Hay que sopesar el peso de una declaración así. “La indiscreción de Brod no tiene para mí excusa. Traicionó a su amigo: actuó contra su voluntad, contra el sentido y el espíritu de su voluntad, contra su naturaleza púdica, que él conocía.” Kundera afirma que es una traición imperdonable. Yo no podría hacer lo mismo, pues pienso en las consecuencias de que Brod hubiera honorado el deseo de su amigo: un mundo sin Kafka. ¿Vale la pena la traición si el regalo es algo necesario? Entendemos un poco más del hombre y del mundo porque podemos apoyarnos en gente cuya sensibilidad latía al ritmo del universo, Kafka entre ellos. Sin esa carcajada obscura que es Kafka, nuestra niebla sería más densa.
Comments