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Foto del escritorGabriela Solis

Nueve cuentos


Sí, mi libro tiene la mejor errata del mundo.

El peligro del desencanto late cuando una vuelve a autores que quiso mucho cuando era más joven. El desenlace puede ser trágico –me pasó con Kundera: “La insoportable levedad del ser” es hermoso a los 16, vergonzoso a los 30­– o feliz –me pasó con Cortázar: sigue siendo un monstruo de la narrativa lúdica.


Volví a Salinger porque abandoné “El ala izquierda”, de Mircea Cărtărescu. Su prosa abigarrada y escenarios bucarestianos delirantes probaron ser un esfuerzo demasiado grande como lectura para cerrar un año tan caótico como éste. Suelo terminar los libros que empiezo, aunque no me gusten (puedes sacar a la niña del cuadro de honor de la primaria, pero no puedes sacar el cuadro de honor de la primaria de la niña, etc.), pero ahora abandoné porque qué putada ser el propio policía cuando hay oportunidad de relajarse un par de semanas. Así que volví a uno de mis viejos amores buscando reconfortarme, y funcionó. Hace más de 10 años que leí los “Nueve cuentos” de Salinger por primera vez, y al principio dudé si había sido buena idea volver (“El tío Wiggily en Connecticut” y “En el bote” son bastante aburridos). Pero bien pronto volví a maravillarme con la magia de Salinger, con su estilo de narración característicamente gringo –telegráfico, breve, mucha acción y pocas descripciones–: baste como ejemplo el brillante final de “Un día perfecto para el pez banana”. Pero también descubrí cosas que quizá hace una década pasé por alto.


Por ejemplo, la metaficción en “Para Esmé, con amor y sordidez”, donde dos argumentos aparentemente independientes funden realidad y ficción. La voz hastiada e intelectual de la adolescente Esmé es un planteamiento cruel (por dulce, por veraz) para hacer una crítica de la Segunda Guerra Mundial. También me deslumbró “Teddy”, la historia de un niño prodigio donde Salinger elabora con gran profundidad en muy pocas líneas un argumento espiritual sobre por qué nuestro miedo a la muerte es absurdo. El final es una –¡otra!– pinza perfecta.


El libro cierra con “El periodo azul de Daumier-Smith”, el cuento más conmovedor. Es una historia sobre la búsqueda de identidad y el destino. En un cuento previo, Salinger dice “No presté atención a los relámpagos a mi alrededor. Los rayos o están destinados a uno, o no lo están” y parece retomar esa idea en este último cuento, donde al tener una epifanía un joven intenta aferrarse a una posibilidad de sentido, lo que provoca un efecto contrario al deseado. Al final, el joven se deja ir y se pone en manos de la suerte: “Le estoy dando a la hermana Irma la libertad de seguir su propio destino. Todo el mundo es una monja”. Su salto de fe prueba ser infructuoso, pero lo importante es cerrar los ojos y haber dado ese salto al vacío.

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