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Foto del escritorGabriela Solis

Nacer sin el órgano de la fe


Artículo originalmente publicado en Think Tank New Media.


Uno no tiene sentido de la decoración cuando es un niño. Éste suele reducirse a rotar los muñecos que adornan la cama o a colgar con una tachuela un dibujo del que te sientes especialmente orgulloso. Sin embargo, durante todo el tiempo que durante mi infancia compartí cuarto con mi hermana, hubo un elemento ornamental vitalicio: un cuadro del ángel de la guarda que colgaba encima de nuestras camas.


Mi madre es católica, pero (casi) no ejerce. Su fe se manifestaba en pequeños actos cotidianos, como echarnos la bendición cada que salíamos de casa, tener un crucifijo sobre su cama, obligar a mi padre a cargar una estampita de Jesús en su cartera e ir a misa a dar gracias cada primero de enero. Nunca nos atosigó con la religión, aunque sospecho que no insistir con la fe tenía sus raíces en el deseo de evitar confrontaciones con mi padre.


Él es un ateo convencido. Su interpretación de lecturas que hizo de filósofos como Sartre, Nietzsche o Schopenhauer eran su argumento contra la existencia de Dios. Yo no entendía eso de niña, pero me asombraba que alguien tuviera una postura contraria a la que veía en el resto de la familia y en la escuela (que se cagaba en eso de “educación laica” y nos hacía rezar un Padre Nuestro –en inglés, of course, porque era escuela bilingüe– para iniciar el día). Por pura imitación nacida de la admiración, adopté esa postura también. A mis diez años declaré tajantemente que no creía en Dios.





La última batalla que mi madre peleó al respecto fue intentar que mi hermana y yo hiciéramos la primera comunión. Casi a escondidas nos compró un catecismo para niños y nos conminó a aprender el Credo. Yo lo memoricé por el orgullo infantil de retener un texto tan largo en la cabeza, pero sin ninguna intención de llevarlo más allá. Cuando llegó la inevitable discusión marital al respecto, mi padre decretó: “No tienen conciencia aún para saber si quieren hacer esto o no. Que decidan ellas cuando sean mayores”. A mis 31 años, el único sacramento que tengo es el del bautizo, porque sobre la posibilidad de ir al Infierno no iba a decretar mi terrenal padre (supongo que algo así pensó mi madre).


Hoy sigo sin sentir ninguna inclinación religiosa, pero me preocupan cuestiones espirituales que no tienen que ver con la teología. Por ejemplo, esa cosa abstracta e inefable de lo que el arte se nutre. O las obras (templos, música) creadas expresamente para agradar a Dios: pienso que algo tan bello tiene un componente metafísico, aún si Dios no existe.


Mi padre se refería a los ateos como aquellos que nacieron sin el órgano de la fe. Yo cada vez estoy más convencida de que ese órgano sí existe en mí, pero es un órgano con malformaciones, contrahecho, cuya función se manifiesta no quien lo alberga, sino en la curiosidad por otros seres que sufren, también, otro tipo de deformaciones de la fe: el fanatismo, la angustia religiosa, la duda que carcome al espíritu.


Los trastornados por la fe son mis personajes favoritos. Iván en Los Hermanos Karamazov (no Aliosha; él cree con la intensidad de quien no tiene dudas), que no puede conciliar que exista un Dios y que al mismo tiempo el mundo sea una amasijo de injusticia y porquería; Nelson van Alden de Boardwalk Empire, quien ahoga a un compañero por querer bautizarlo a la fuerza; John Locke de Lost, a quien el creer que es un elegido y tiene un propósito le devuelve el sentido de la vida, aún si él se pervierte; o películas como El Estudiante (de Kirill Serebrennikov) o Kreuzweg (de Dietrich Brüggemann), que exploran cómo dos adolescentes del siglo XXI pueden enloquecer por intentar, en medio de la banalidad y lo efímero de esta época, encontrar significado en las formas más arcaicas de la iglesia.


Esos personajes me parecen fascinantes porque su lucha es la batalla más antigua, fundamental y, ahora, relegada: la del hombre contra Dios. Hemos reemplazado esa batalla con la del hombre contra el hombre o el hombre contra sí mismo, creyendo que somos así de importantes como para hacernos el centro de todo, aún de nuestras luchas espirituales. Miro a los personajes heridos de fe con algo de envidia y de temor porque mis luchas sean superficiales. Ellos están en una encrucijada más grande que su existencia humana, haciéndose preguntas fundamentales que casi siempre terminan quebrándolos. Yo, en la relativa calma de mi agnosticismo, a veces me pregunto qué habrá sido de ese cuadro del ángel de la guarda.

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