De una tarea monumental y difícil que nos empeñamos en terminar se puede decir que es nuestro Moby Dick. Bueno, Moby Dick fue mi Moby Dick. El libro comienza, engañosamente, como una novela de aventuras. El ritmo es ágil, hay mucha acción, historias de marineros y arponeros salvajes. Pero muchas cosas más son engañosas de la novela, empezando por su famosísima primera línea: “Call me Ishmael”. ¿Quién es ese narrador que no nos revela su verdadero nombre? No sabemos y no importa, Ishmael es sólo un pretexto para arrancar la narración.
No es un libro fácil de encarar: a lo largo de casi 700 páginas, la novela va mutando hacia libro de geografía, manual de barcos de ballenas, clase de taxonomía y anatomía de los cetáceos y debate teológico. Siento que es un libro con el que uno puede tomarse libertades, por ejemplo, saltarse los 5 capítulos sobre la mejor forma de destazar un cachalote, y enfocarse en las densidades gozosas que tiene sobre poesía y filosofía. Hay un capítulo espectacular donde se ahonda en los simbolismos –positivos y diabólicos– del color blanco, otros donde se cuestiona la naturaleza benevolente del mundo visible –terrenal– con las esferas de lo oculto –el mar–, que es en donde realmente reside lo esencial de la vida y todas las ocasiones en que Ahab, el capitán monomaniaco del barco, se revela como el líder enloquecido que es capaz de elevar los dolores individuales y convertirlos en un heroísmo colectivo y desbocado.
Ahab sin duda es el personaje más interesante: un capitán obsesionado con cazar a la ballena que le arrancó una pierna. Melville es capaz de pintarlo de cuerpo entero con muy pocas palabras: “Ahab, malhumorado, estaba ante ellos con una crucifixión en la cara; en toda la majestuosa dignidad sin nombre de alguna poderosa aflicción” / “Toda la belleza es angustia para mí, ya que nunca puedo disfrutar”. Moby Dick es lo único que le da sentido a la vida de Ahab: es su motivación, su pasión y –Ahab lo sabe– también aquello que lo matará.
La dupla Ahab-Moby Dick funcionan como símbolo de muchas cosas: la testarudez humana de querer domar a una Naturaleza que no comprende, la insignificancia del hombre ante Dios, la inutilidad de las pasiones mortales, un delirio colectivo desencadenado por un líder afiebrado… Ahab se describe a sí mismo de la siguiente forma: “Soy el teniente del Destino, actúo bajo órdenes”. Le pide a Dios “¡Rompe mi corazón! ¡Aplasta mi cerebro!” porque no puede más con su obsesión. Harold Bloom lo define mejor: Ahab no es un hombre teocéntrico, sino un hombre divino e impío para el cual la venganza lo es todo.
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