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Foto del escritorGabriela Solis

Los recuerdos del porvenir


“Nada sobra” es el mejor elogio que se le puede hacer a una novela. En Los recuerdos del porvenir cada personaje, cada descripción y párrafo son indispensables. Es una novela bien apretada, como una trenza perfecta de esas que duran todo el día sin aflojarse o deshacerse por tramos. El México post revolucionario es mero contexto para desarrollar las historias de varios amores tristes. Está, por ejemplo, Martín Moncada, el patriarca frágil que siente un miedo sagrado ante el tiempo y el lenguaje, y sus hijos: Nicolás e Isabel –envueltos en un incesto espiritual desde que nacieron, siempre a punto de darle cuerpo a ese deseo tabú– y Juan. También está el general Francisco Rosas, macho violento y autoritario, pero desarmado porque su amor por Julia no es correspondido. Julia misma es fascinante: bellísima, envidiada y deseada por todo el pueblo, pero con un mundo interior impenetrable que la mantiene como en una caja de cristal y al mismo tiempo es esa llama de su memoria secreta lo que le permite vivir. Es una novela triste, el corazón se va hundiendo a medida que el texto avanza y no se atisba ninguna esperanza de salvación para nadie. “Hemos abolido el tiempo”, narra Ixtepec, el pueblo donde todo se desarrolla, y creo que esa es la melancolía que tiñe este texto, la de los eventos inasibles, la de las pequeñas tragedias personales que nos horadan el pecho pero no dejarán ningún tipo de huella en la Historia con mayúscula. Este párrafo que describe a Martín Moncada encierra el espíritu de esta novela inolvidable:

. . . “De muy pequeño, cuando su padre lo sentaba en sus rodillas, lo inquietaba oír los latidos de su corazón, y el recuerdo de una tristeza infinita, la memoria tenaz de la fragilidad del hombre, aun antes de que le hubieran contado la muerte, lo dejaba transido de pena, sin habla. No encontraba la palabra desconocida que dijera su profunda desdicha”.

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