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Foto del escritorGabriela Solis

Las pequeñas virtudes


Algo bello de Ginzburg es que escribe sin grandilocuencia, con una prosa modesta, natural. El inicio de Mi oficio hace gala de esa transparencia: “Confío en que no se me entenderá mal: no sé nada sobre el valor de lo que puedo escribir. Sé que escribir es mi oficio”. Imagino esa época donde era posible dedicarte únicamente a la literatura si esa era tu vocación (estos ensayos fueron escritos entre 1940 y 1960). Hoy todos hacemos alguna otra cosa: el blog corporativo, el guión de un podcast, la corrección de estilo. A veces no queda mucho tiempo o ganas para la literatura, pero –que Ginzburg me perdone– esto no se siente como una tragedia.


Algo hermana a mis dos ensayos favoritos del libro –Las relaciones humanas y Las pequeñas virtudes–: la frágil honestidad con que habla de los hijos. Dice Ginzburg:


“Jamás habíamos sospechado que pudiéramos sentirnos tan ligados a la vida por un vínculo de miedo, de ternura desgarradora.”

La autora sugiere que hay algo de liberadora humildad en admitir que uno ha dejado de ser el centro de su propia vida. Que se vivió intensamente, pero que darle paso a otras prioridades que la propia historia y el ego puede ser tan aterrador como enriquecedor. Un pasa su juventud creyendo en ideales y glorias sólo para darse cuenta en algún momento de la adultez que esas fantasías viven sólo en el éter, y que la vida cotidiana –“los clavos roñosos, las papillas de harina”– son increíblemente más satisfactorios por reales y tangibles. Este párrafo precioso lo dice mejor:


“¡Qué estúpidos nos hemos vuelto y qué pequeños y torpes son nuestros pensamientos! Tan pequeños que podrían caber en una cáscara de avellana y, sin embargo, tan sofocantes. ¿Dónde ha ido el salvaje universo que nos atraía, nuestra fuerza y el ritmo vivo y libre de nuestra juventud, el osado descubrimiento de las cosas día a día, nuestra mirada resuelta y gloriosa, nuestro paso triunfante? ¿Dónde está ahora el prójimo para nosotros? ¿Dónde está ahora Dios? En cuanto el niño está curado, olvidamos a Dios y volvemos a nuestros pequeños pensamientos fatigosos: clavos roñosos, escarabajos, prados frescos, papillas de harina.”

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