La clase media tratando de escapar de sí misma, la miseria periférica que se sospecha pero se teme, mujeres hartas de sus hombres, los padecimientos mentales, las deformidades, lo sobrenatural: estos son los temas principales de Las cosas que perdimos en el fuego. Los mejores relatos del libro (“El chico sucio”, “El patio del vecino”, “Bajo el agua negra”, “Las cosas que perdimos en el fuego”) conjugan la mayoría de ellos con un elemento muy interesante: el deseo imposible de redimir el mal. ¿Por qué las mujeres, protagonistas de 11 de los 12 cuentos, fallan en sus intentos de mejorar el mundo? Porque no lo desean realmente: es un deseo impulsado por la vanidad, por la culpa, por la necesidad de atención. No quieren hacer el bien, sólo quieren ser percibidas como buenas: de esta neurosis están teñidas las historias, que van desde lo fantástico explícito hasta la difuminación entre lo sobrenatural y la locura o la depresión clínica. Estas heroínas fallidas son fascinantes porque sintetizan bien dos de los peores males de nuestra época: el autosaboteo y el egocentrismo. El cuento que da título al libro es el que me parece más fino: condena las atrocidades de la violencia de género pero lleva hasta el absurdo las consecuencias de una sororidad fanática y acrítica. Lo que inicia como una confrontación con el horror de la violencia machista –quemarse viva para deformarse y dejar de ser atractiva, deseable, violable– termina siendo una amenaza terrible: ¿qué tan comprometida estás con el movimiento si no estás dispuesta a ir a la pira ardiente?
top of page
bottom of page
Comments