“Lo que importa es la verdad”, arranca la narradora en plena plaza pública. La paradoja comienza desde ya: sabemos que un narrador que se sabe escuchado probablemente ceda a la tentación de modificar su historia para no perder la atención de su público. Zahra quiere contar la historia de su libertad, lo que nos compele a escucharla y a creerle. Sexta hija de un matrimonio musulmán, durante 21 años Zahra se llamó Ahmed. Su padre, avergonzado de no tener hijos varones, la crió como un niño. Pero no es sólo la historia de una víctima: pronto ella se dio cuenta de los privilegios a los que podía acceder siendo “hombre”, y decidió seguir siéndolo. Hasta que, en la vigésimo séptima noche del Ramadán, su padre moribundo y temeroso por su alma, la libera. Zahra se enfrenta entonces con la pesada tarea de descubrir su identidad íntima: no la que define el sexo, sino la que tiene que ver con la sensibilidad, deseos y psique propios. Este libro está construido sobre la trampa de la belleza: acudimos a eventos crueles y violentos, pero narrados con un lenguaje poético, poderoso, bello. Ben Jelloun enfrenta al lector a una paradoja moral: ¿puedo gozar estéticamente con algo atroz? Parece sugerir que sí, ya que Zahra escapa de su realidad dolorosa –la de la indefinición, la traición, el encarcelamiento, la ablación– a través de la ensoñación, el delirio, las cartas: todas formas de la ficción. ¿Qué quiere decir, entonces, esa primera frase: “lo que importa es la verdad”? Quizá sólo es una manera de sugerir que, ante una realidad insoportable, la locura puede ser la opción más sensata para sobrevivir.
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