Amigos, creí que no existía, ¡pero la encontré! Una novela DIVERTIDA escrita en la segunda década de este siglo permanentemente indignado. Ha sido un oasis grato y un recordatorio de lo difícil que es narrar bien, ágilmente, y atreverse a que la anécdota sea el asidero principal. La anomalía es una historia que se sostiene por la inteligencia y agilidad de la narración, y no porque toque el tema social candente (léase: narcotráfico, feminismo, cambio climático, etc.). Vaya, que fue muy refrescante leer una historia que no intenta aleccionar, iluminar, educar o regañar.
La anomalía en cuestión es la siguiente: un avión de la ruta París-Nueva York con 243 pasajeros aterriza en marzo. En junio, el mismo avión con la misma tripulación vuelve a aterrizar. 243 personas tienen un doble que, con la salvedad de haber vivido tres meses menos que ellos, tienen los mismos recuerdos, miedos y pensamientos. La historia nos acerca a 10 de ellos, y el mosaico es riquísimo: un autor menor cuyo doble se suicidó en marzo después de publicar un libro que se volvió un éxito de ventas y ahora el doble lidia con la fama que siempre quiso pero que, técnicamente, no se forjó él mismo; un hombre que tiene la oportunidad de no atosigar a su amante esta vez y lograr que se quede con él; una abogada cuya doble está embarazada pero ella no, un exitoso asesino a sueldo obligado a seguir sus propias huellas, etc.
Se forma un grupo especial –científicos, gobierno, líderes religiosos– para desentrañar dos preguntas fundamentales: ¿cómo pasó esto? y ¿qué hacer al respecto? La primera pregunta sólo acepta teorías descabelladas: la realidad es una simulación, hay una especie de fotocopiadora divina, somos sólo un cableado hipertécnico de impulsos eléctricos y no hay nada que esté fuera de nuestro cerebro, es el inicio del Apocalipsis… Los dobles terminan conociéndose, y toda clase de preguntas filosóficas salen a flote: ¿existe el destino? ¿Cómo puedo saber que yo soy yo y no otro? Ninguna respuesta es satisfactoria y una científica lo resume bien: “Mientras la religión da una respuesta doctrinal y falsa, la filosofía ofrece una respuesta abstracta e inexacta”.
El leitmotif de esta novela es claro: la vida no tiene sentido, pero los humanos nos empeñamos en buscarlo porque somos máquinas de fabricar sentido. Otro personaje señala lo insoportable y patético que es esto: “Me niego a ser un programa. Si esa hipótesis es correcta, entonces vivimos una alegoría de la caverna, pero elevada a la enésima potencia. Y eso es insoportable: que no podamos acceder más que a la superficie de lo real, sin esperanza alguna de alcanzar el conocimiento verdadero, pase; pero que encima esa superficie sea una ilusión, ya es para pegarse un tiro”.
El giro de tuerca en las últimas páginas de la novela es de lo mejor; desternillante y perfecto. Esta novela ganó el premio Goncourt el 2020, el más prestigioso de las letras francesas, y es el segundo Goncourt más exitoso, sólo después de El amante de Margarite Duras.
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