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Foto del escritorGabriela Solis

Instrucciones para vivir. Paso 1: desmárquese del poder

Artículo originalmente publicado en Think Tank New Media.


I

Mi padre tiene una imagen de Maquiavelo como avatar de WhatsApp. Lo admira sin reservas y en su panteón personal comparte espacio con los espartanos –quienes sacrificaban a cualquiera que naciera con alguna minusvalía que le impidiera llegar a ser algo más que un guerrero formidable–, Napoleón Bonaparte y otros personajes de moral cuestionable.


Siempre me ha parecido una admiración extraña, aspiracional. Mi padre tilda de genio a quien se atrevió a articular que el fin justifica los medios, pero en su vida personal y profesional es el hombre más ético y recto que conozco. Él ha sufrido en carne propia las consecuencias de no plegarse a “el fin justifica los medios”, pero en el discurso lo sigue ensalzando. Es confuso.


II

Esa confusión se mezcló en la educación que nos dio a mi hermana y a mí. La consigna era una: siempre ser la mejor en todo. Incluso nos preguntaba –al día de hoy no sé si en broma o en serio– si éramos las líderes en nuestros grupos de amigas. ¿Qué puede contestar una niña de ocho años a esa pregunta? A la confusión inicial se sumaron varias. A lo largo de los años aderezó el mandato de ser la mejor con bromas sobre cómo conseguirlo: pasando sobre los demás, usando a quien te sirviera, teniendo en mente que la cima es un lugar solitario. Sin embargo, todo eso eran sólo palabras, porque nunca permitió que los métodos para cumplir ese objetivo fueran otros que el estudio sistemático, la dedicación, la cultivación permanente de la inteligencia y la sensibilidad.


III

Mi madre solía inspirarme una desesperación terrible. Siempre optimista, angustiada pero llena de esperanza, con una generosidad que raya en el sacrificio. ¿Por qué no te atreves a reclamar nada para ti?, le gritaba, irritada, en mi mente, pero hoy sé que el desprendimiento requiere mucha más fuerza de espíritu que la conquista.


En cambio, admiraba a mi padre con la desesperación del discípulo que duda si alguna vez podrá complacer (y eventualmente superar) al maestro. Era fuerte, decidido, agresivo si tenía que imponerse y elocuente, la persona más hábil con las palabras. Pero con el paso de los años, cada vez me resulta más desagradable esa postura. Me da la impresión de que quien va por la vida lleno de certezas decidió silenciar algunas preguntas fundamentales y problemáticas con la fachada de la confianza ilimitada en sí mismo.


IV

Hay días en los que esa pulsión de ser la mejor vuelve a devorarme y me descubro impaciente, grosera y prepotente, como si tuviera derecho a algo más que a ser generosa por contar con una o dos habilidades que sirven para hacer dinero en el mundo de hoy. “Cada adquisición tecnológica implica siempre una pérdida de lo viviente que hay en el hombre y en la naturaleza”, dice Paul Virilio, y yo siento que algo similar implica el tener alguna habilidad que pueda ser usufructuada.


Constantemente pienso en esa frase de J.D. Salinger: “I’m sick of not having the courage to be an absolute nobody”. ¡Me la tatuaría en la frente! Odio ceder a la tentación de usar mi habilidad con las palabras para pagar la renta, comprarme unos tenis y visitar un nuevo restaurante exótico. Odio no tener el valor de mandar todo a la mierda y largarme a escribir a alguna buhardilla.



V

Las mujeres que más me hacen pensar “quisiera ser como ella” comparten todas los mismos rasgos esenciales: tienen una alegría sutil (en oposición a esas hembras de falsas muecas y tonos de voz agudos que fingen falsa emoción por todo) y una paciencia sincera. Es casi dolorosa la fuerza con la que anhelo poder parecérmeles algún día y dejar de ser esta cáscara ansiosa, llena de nervios y desasosiego.


VI

Nunca he tenido fe, quizá por eso he huido de la resignación como si fuera la peste. ¿Cómo podría aceptar que no todo está bajo mi control, que por más que planee y trabaje por algo el azar siempre tendrá un papel que jugar y que a veces no queda más que aceptarlo? Imposible. Mejor pelear con garras y colmillos por imponer mi destino, aún si ése es un descubrimiento que sólo puede hacerse sobre la marcha. Recién comienzo a entender el esfuerzo inútil que implica ese estilo de vida.


VII

Cada vez más, compadezco a los espartanos, los Maquiavelos y los adoradores de la meritocracia, porque intuyo lo vacío de sus vidas, lo unidimensionales que deben ser. Sólo existe un ángulo: ganar a cualquier costo. Y cumplir ese designio excluye la solidaridad, la vulnerabilidad, el crear conexiones emocionales profundas. Qué agotador excluirse voluntariamente del milagro de conocer al otro.


VIII

¿Cómo es el poder de la calma? Aún no lo descubro, pero la convicción de que hay una forma distinta de encarar la vida –con tranquilidad, alegría y paciencia– me provoca los más delirantes sueños.

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