En este maravillosamente largo libro de cuentos hay dos frases que podrían definir el espectro en el que se mueven las historias de Munro:
“It was more than concern she felt, it was horror, to think of the way things could be lost, could not happen, through some casual absence or chance.” / “This is stupidity, this is melodrama, this is guilt. This will not have happened.”
Por un lado, el horror de la casualidad y cómo puede torcer una vida: la enfermedad terminal imprevista, una aventura sexual cuyo secreto empantana todo, el drama de pertenecer a una familia y naturalmente heredar manías, filias, fobias. Por otro lado, cómo se reacciona ante esa casualidad. No se tiene control sobre los eventos azarosos de la vida, pero sí sobre nuestra reacción ante ellos: una puede escoger no ser estúpida, melodramática, culpígena.
Alice Munro es una gran cuentista porque logra ese estadio deseado por todos los escritores: que los personajes tengan consciencia de sus actos –es decir, que no actúen fortuitamente, que tengan una personalidad y su actuar sea consecuente con ésta–, pero que esa consciencia no se posesione del relato y lo haga una mera exposición cerebral. Me impresiona cada vez cómo Munro puede tocar temas tan complejos, tejer una historia emotiva para explorarlos y amarrar perfectamente el desenlace o la revelación en un párrafo o dos. Ídola, Diosa, Chingona Suprema.
Hay dos cuentos que me gustaron especialmente. “Family Furnishings”, sobre una chica que lidia con un tema atemporal: el lastre de la familia, la culpa por alejarse, la necesidad de hacerlo para ser individuo. Cuando recuerda a su padre mentir sobre lo mucho que consultaba ciertos libros, la protagonista dice una frase digna de tatuarse: “That was the kind of lie that I hoped never to have to tell again, the contempt I hoped never to have to show, about the things that really mattered to me. And in order not to have to do that, I would pretty well have to stay clear of the people I used to know.”
El otro es “Post and Beam”: no he podido dejar de pensar en él porque toca de una manera lúcida, casi cruel, un tema que es recurrente en la escritura de mujeres, nunca de hombres: la vida cotidiana –predecible, sin sobresaltos– como tragedia, como una parálisis que se instala casi con felicidad. Me hizo pensar en “La época de los cerezos en flor”, de Lucía Berlin, y ese lazo de angustia entre dos de mis cuentistas favoritas me hace doler y sonreír.
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