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Foto del escritorGabriela Solis

Folículos an(ces)trales

Mis ojos se dirigen a mi vientre, a esas dos cicatrices que hace un par de meses no estaban ahí. En realidad, son tres, pero la medicina es maravillosa y reutilizó mi ombligo –una vieja cicatriz, la primera de todas– para camuflar la herida más nueva. Hace más o menos un año que cuando veo mi cuerpo, en realidad estoy imaginando mis órganos. Nunca me había detenido a reflexionar que cuando decimos cuerpo, usualmente nos referimos a la apariencia externa, a lo visible. Cuando alguien dice “odio mi cuerpo”, no pensamos que se refiera a que detesta su tráquea o sus arterias. La valoración “tiene buen cuerpo” usualmente se refiere a la distribución entre grasa y altura, no a que las rótulas se amolden de maravilla con el resto de los huesos de las piernas. Y, sin embargo, últimamente cuando pienso en mi cuerpo estoy pensando en lo que la piel contiene detrás.

Hace unos meses, antes de mi segunda operación de ovario, escribí en una especie de diario: “Mi cuerpo no me está fallando. Escribirlo así es una sorpresa, un desafío a mi incredulidad”. Después de esta segunda intervención no me atrevería a decir que mi cuerpo me falló: se recuperó de manera casi inmediata y probablemente –esto es un deseo– esté funcionando mejor que antes. Pero me sigue preocupando mi mente, esa cosa inasible y pesada que exige con tanta frecuencia ser la voz principal. Sigue mi diario, con fecha del siete de junio: “Por un lado, están los hechos: sólo tener un ovario, la inminencia de la menopausia temprana. Por otro, el peso de mi psique: ¿mi mente fue quien jodió a mi ovario izquierdo? Si es así de poderosa, ¿cómo controlar que no joda al derecho? O, mejor aún, ¿cómo poner ese poder al servicio de mi ovario derecho?”.


Mi sorpresivo deseo de tener hijos no pasó por mi cuerpo. Nunca sentí eso que muchos llaman el reloj biológico. Más bien se reveló como una necesidad emocional, psíquica y vital. Reducirla a lo biológico sería desmerecer un proceso que me costó tanto tiempo y confrontación conmigo misma aceptar. Desde la adolescencia juré que jamás querría hijos, y esa convicción se mantuvo hasta hace muy poco. Los niños me desesperan, no tengo paciencia, quiero hacer cosas para mí: esas eran las razones públicas. Me aterra pensar en criar a un humano, la maternidad me parece algo presuntuoso, ¿y si mis hijos me odian?, ¿y si no puedo embarazarme?: esas eran las razones íntimas. No idealizo la maternidad, como tampoco creo que deba ser prescriptiva ni el camino al que todas llegamos en algún punto. Sólo hablo de mi propia experiencia y de la ternura que me ha embargado.



Comenzaron los tratamientos de fertilidad, las hormonas, las inyecciones, el dolor al que no valía la pena colgarle adjetivos porque era soportable. El seguimiento folicular, los ultrasonidos intravaginales, los honorarios médicos que se chupaban mis ahorros en ocasiones hasta tres veces por semana. Luego, el horror de la repetición: había otro quiste, un endometrioma de tres centímetros. Hace diez años que me quitaron el ovario izquierdo porque un quiste de ocho centímetros lo usurpó, convirtiéndose en el ovario mismo y volviéndolo no sólo inútil sino peligroso.


Para remover el quiste, hubo que remover el ovario. Pienso en lo aséptico de esa palabra –remover– y en todo el caos que esconde. En realidad, para removerel quiste y el ovario, me tuvieron que pinchar la espina dorsal, desconectar mi conciencia por un par de horas, rajarme el vientre con una herida de 20 centímetros, remover mis entrañas con pinzas y fierros, arrancar uno de mis órganos, cauterizar y suturar. Ni hablar de lo doloroso de la recuperación, de lo lento que se forma una cicatriz que tiene forma de sonrisa pero que no sugiere ninguna felicidad. La idea de pasar por todo ello una vez más me hacía temblar.


Esta vez tenía más control sobre mi padecimiento, y lo ejercería. Encontré una doctora experta en cirugía mínimamente invasiva que recomendaba una laparoscopía. Me alegré, le confié mi cuerpo y un par de semanas después me operó con éxito. “Salvamos tu ovario”, me dijo cuando yo estaba saliendo de la anestesia. No podía hablar (¡yo, que hace poco cuando me preguntaron qué era lo que más me enfurecía en la vida contesté “que no me dejen hablar”!), me sentía atontada y débil, pero le apreté la mano y lloré.



“Las cosas pasan por algo”. Como si ese dicho de viejas religiosas tuviera algún sentido, descubrí cosas de mi cuerpo que no podría haber sabido si no fuera por esta segunda operación. Por ejemplo, supe que a causa de la endometriosis mi trompa de Falopio se había torcido. Por esa torcedura, mi ovario estaba siendo oprimido por mi útero y mi intestino. Imagino a mi ginecóloga desenredando la trompa como un estambre delicado para volver a ponerla en su lugar y después colocando el ovario donde debe ir, como arreglando un rompecabezas que estaba casi terminado, pero al cual un niño travieso le ha dado un manotazo. Cuando las piezas estuvieron de nuevo en orden, cerró mi piel con dos hilos negros cortísimos.


Hoy, que me han quitado los puntos y lo único que queda de esa operación son dos cicatrices pequeñas, me pregunto si todo esto bastará para que mi cuerpo –mi ovario, específicamente– funcione sin ayuda. Aún sin este nuevo quiste, no habría podido quedar embarazada porque el camino que recorre el esperma estaba hecho un nudo. El haber recompuesto el camino para volverlo transitable, ¿será suficiente? En realidad, estoy preguntando si la fuerza de mi deseo será más potente que la angustia de mi mente. Esto también es un deseo.




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