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Foto del escritorGabriela Solis

El último samurái

Actualizado: 15 jul 2020


¿Puede el conocimiento llevar a la felicidad? La literatura sugeriría que no (véase Fausto, Auto de fe, o Metafísica de los tubos), pero en esos casos la oposición suele ser erudición-emoción. ¿Y si la alternativa es el tedio? Ludovico lo tiene claro: el aburrimiento es un destino peor que la muerte.


Ludo es un niño prodigio: a los seis años leyó La Ilíada y La Odisea en griego, sabe árabe, francés y un poco de islandés. Quiere que su madre –Sibylla, quien también es un genio– le enseñe japonés para poder entender en original “Los siete samuráis”, de Kurosawa, película con la que ella está obsesionada. También quiere saber quién es su padre. Sibylla trabaja de mecanógrafa, copiando todos los números de revistas aburridísimas para tener suficiente dinero para la renta, comida y libros. Ludo y ella son prácticamente pobres, pero alimentarse de conocimiento parece bastar, al menos por algún tiempo. La razón es Dios en esa casa.


Dada la ausencia del padre, Sibylla intenta que los samuráis de la película sean el modelo masculino para Ludo: son virtuosos, valientes, honorables. A medida que Ludo crece empieza a investigar su origen y confirma lo que le dijo su madre, que se decepcionaría enormemente cuando descubriera quién es su padre: un escritor sensiblero, mediocre y ambicioso. Ludo no le revela que es su hijo (“No puedo decírselo porque es cierto”), y en cambio busca otros hombres interesantes a quienes sí puede decir que es su hijo porque no es cierto. Un matemático condecorado, un pintor que quería entender el azul, un ajedrecista que se fue a buscar la tribu del silencio, un apostador que fingía misiones diplomáticas para salvar rehenes, un periodista con una ética y humanidad desgarradoras. Poco a poco descubre que haber crecido sin padre ha sido más bien un privilegio: la ausencia de límites le han permitido dedicarse en cuerpo y alma a convertirse en sí mismo.


Esta es una novela que se sabe extraña y que le apuesta todo a ser así. Helen DeWitt narra las batallas que peleó con los editores, que querían hacer del libro algo moldeable, apto para las mesas de novedad del Sanborns (o el equivalente de Sanborns en Londres), y cómo se aferró a su idea. La novela está llena de fragmentos de otros idiomas, de explicaciones de física aerodinámica, de teoría del arte: no busca ser un animal que encaja, sino explotar su propia extrañeza. Igual que Ludo, quien sabe que no encaja en un mundo como éste y a veces se ve reflejado en la tristeza de su madre, quien quisiera dejarlo todo para ponerse a leer historia de las religiones, pero tiene que teclear 10 horas al día.


“Es hermosa cuando se entusiasma. Cuando se aburre parece alguien a quien le quedan dos semanas de vida. Desearía que fuera más feliz. No entiendo por qué las cosas la hacen desgraciada. Pero, si es así, ¿no sería racional preferir una vida miserable más corta que larga? Tal vez estaría mejor muerta”. ¿Es una conclusión que Ludo podría extrapolar para sí mismo? No lo creo: Sybilla es la erudita romántica, enamorada del conocimiento inútil en la vida cotidiana. Pero Ludo vive más en el mundo real, y su lucidez le hace llegar a un punto hiper contemporáneo: “Lo que necesitábamos no era un héroe al que adorar, sino dinero. Con dinero, nosotros seríamos los héroes”. Y uno suspira cuando lee esa frase porque, ¿quién no ha fantaseado con todos los libros, películas, discos que disfrutaría si tuviera la vida resuelta? Pero el capitalismo es su propia trampa, haciéndote creer que la autoexplotación es el precio que debes pagar para disfrutar después. La realidad es que estás atorado en un presente perpetuo de 40 horas a la semana que dejan a tu mente y tu espíritu demasiado agotadas para dedicarse al ocio y al placer. Imagino que, cuando Ludo lo descubra, será Marxista.

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