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Foto del escritorGabriela Solis

El otoño recorre las islas



José Carlos Becerra no debería ser un descubrimiento. Antônio Vieira tiene un poema que dice: “Los nombres de los poetas populares / deberían estar en la boca del pueblo”. Becerra es el poeta mexicano más deslumbrante, pero sus libros apenas se consiguen y sólo incluyeron 3 poemas suyos en la famosa antología “Poesía en movimiento (1915-1966)”. No sé de poesía y no pretendo –ni podría o querría– hacer una crítica erudita, pero sí quiero hablar de lo lento que avancé con este libro por la frecuencia con la que me encontraba poemas que me cimbraban y tras los cuales era imposible seguir leyendo. Quiero decir cuántos versos me parecieron canciones oscuras, rítmicas y delirantes; cuántas veces se produjo en mí esa situación maravillosa donde cancelas el intento de inteligir un poema porque se alcanza el estado de trance donde las palabras dejan de serlo y se vuelven algo sensorial, espiritual; cómo no cabía de asombro al encontrar una y otra vez imágenes de una precisión hermosa y fundamental, la locura de que nunca nadie las hubiera pronunciado antes. Una parte de mí entiende que los poemas de Becerra no se reproduzcan hasta el hartazgo en todos los medios, que no se hable de él, que no se le dediquen textos ni coloquios (esto último es casi un halago porque no hay nada más soporífero que un coloquio de poesía): ¿cómo hacer pública una experiencia tan esencial? Fantaseo, en cambio, con que exista una cofradía secreta de lectores de Becerra que no nos atrevemos a compartir el asombro por miedo a romper el encanto y nos contentamos con leerlo íntimamente.



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