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Foto del escritorGabriela Solis

El niño que fuimos



Todo narrador es un sobreviviente. Cuenta una historia aquel que está lleno de la alegría, la incredulidad o el terror de haber sobrevivido a algo. De eso va este libro, que ensaya una mirada no romántica hacia la infancia de tres niños que crecen en un internado de la Ciudad de México. La ligereza de la vida infantil –las alegrías que nacen casi por pretexto, las venganzas divertidas e ingenuas– se contrapone con una cara más inquietante de esa misma etapa: la del asombro de experimentar sentimientos y sensaciones nuevas e intensas combinado con la incapacidad de nombrarlas o entenderlas a cabalidad. Sin embargo, el paralelo que se hace con las vidas adultas de Óscar, María y Román nos hace cuestionar si no es que las herramientas que adquirimos con la adultez –la sofisticación del lenguaje, la inteligencia emocional– no son más que armas que uno utiliza contra sí mismo para no entender, ni sentir, ni nombrar eso que bulle dentro de cada uno. ¿Somos adultos que no hacen más que engañarse para intentar recobrar una ignorancia feliz? El gran logro de este libro es atreverse a la ternura. Es de las tareas literarias más complicadas porque siempre se corre el riesgo de caer en la cursilería, pero Murillo sabe mantener la tensión y la crudeza necesaria para caminar como una equilibrista grácil en esa cuerda floja. “Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”, decía Sartre y este libro retoma esa idea fundamental, enunciándola de otra forma: todos somos sobrevivientes del niño que fuimos.

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