Tenía 18 años cuando leí “Dublineses” por primera vez. En mi memoria, era un libro emocionante que terminaba con uno de los relatos más abrumadores que recuerdo: “Los muertos”. Pero, lo sabemos de sobra, la memoria es traicionera. En esta segunda visita, los cuentos de Joyce me parecieron aburridos: excesivamente preocupados con la política irlandesa, con una prosa plana y poco evocadora (todavía no hay ni rastro del stream of consciousness) y con intuiciones que no alcanzan a desarrollarse del todo. Sobre esto último: diré la perogrullada de que el cuento no es una novela, pero la brevedad debe estar acompañada de efectividad.
En cuentos como “Un encuentro” o “Eveline”, a los protagonistas les suceden cosas importantes (el encuentro con un pervertido, la posibilidad de escapar de la familia con un amante), pero el impacto que esto tiene en ellos sólo está sugerido y el golpe pierde fuerza a medio camino. Para mí, hay 3 cuentos que valen la pena: “Una pequeña nube”, donde se explora bien la paradójica (y muy común) combinación de envidia y desprecio; “Un triste caso”, donde un hombre se entera de que su amante murió y reflexiona –sin arrepentirse– sobre cómo sus principios filosóficos lo alejaron de la posibilidad del amor; y “Los muertos”.
Afortunadamente, éste último sigue siendo uno de los relatos más abrumadores. Joyce pinta a la perfección a Gabriel, el protagonista: un hombre de ambiciones mediocres, halagado porque sus tías ancianas le quieren, regocijado en el pequeño honor de ser el orador de una cena. Las últimas cinco páginas son insoportables por perfectas: Gabriel se siente orgulloso de sí mismo, satisfecho, y en el camino de vuelta a casa, esa mezcla de sentimientos se traduce en un estallido de amor y lujuria por su esposa. Al intentar materializar ese sentimiento, la esposa se echa a llorar y le confiesa a Gabriel que una canción que cantaron en la cena le ha hecho recordar a un amigo de la juventud: un chico que estaba enamorado de ella y que se suicidó por amor. Destrozado porque ella iba a irse, se dejó morir congelado bajo la nieve. El mundo de Gabriel se derrumba: comprende que él nunca podrá competir contra algo así. Su amor sincero, pequeño y cotidiano perderá todas las veces contra ese gran acto de amor trágico y heroico que inmortalizó a otro hombre.
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