Texto originalmente publicado en Think Tank New Media.
Todos los excesos merecen un castigo. Esta afirmación, que no sorprende si la pensamos como la lógica sobre la que se funda la convivencia en sociedad, adquiere otro matiz cuando el exceso en cuestión es de felicidad.
¿Existe la demasiada felicidad? Suena como un estado difícil de conseguir, porque la vida está hecha de dificultades y apenas uno saborea la ínfima alegría de haber superado alguna, surge la siguiente. Quizá es un mecanismo perverso bien diseñado por los dioses para que dicho exceso nunca nos sea posible.
El castigo a la desmesura
Los griegos castigaban la hibris. Se trata de la condena que los dioses imponían a los desmesurados, aquellos que deseaban más que lo que les fue asignado en el destino. Dice Heródoto:
Puedes observar cómo la divinidad fulmina con sus rayos a los seres que sobresalen demasiado, sin permitir que se jacten de su condición; en cambio, los pequeños no despiertan sus iras. Puedes observar también cómo siempre lanza sus dardos desde el cielo contra los mayores edificios y los árboles más altos, pues la divinidad tiende a abatir todo lo que descuella en demasía.
Pensaba en esto al leer Demasiada felicidad, libro de cuentos de Alice Munro. Sus cuentos funcionan como un psicópata: con la clara conciencia de que lo que está haciendo (narrando, en este caso) es terrible, pero sin perder la calma o dejarse desbordar por las emociones.
En ese sentido, son cuentos tan elegantes como perturbadores. Parece que se preocupan por no pecar de desmesura, por hallar otra forma de narrar heridas tremendas, una que se escinda del drama de las emociones.
Munro y la fuerza de espíritu del escritor
El libro abre con el cuento de la mujer que, pese a su voluntad, visita en la cárcel a su esposo, quien asesinó a sus tres hijos. Él asegura que ve a los chiquillos en otra dimensión, y esa es la única forma que ella tiene de estar cerca de ellos. La mujer sufre porque no puede verlos, y aunque lo que le cuenta su marido puede no ser más que una alucinación, esa ínfima esperanza es suficiente como para sobrepasar el odio y el rencor que siente por él.
Como lectores, asistimos al sufrimiento de la mujer y nos dividimos en dos. Por un lado, en el deseo de que ella pueda soñar con sus hijos para dejar de ir a visitar al asesino; por otro, en la apremiante necesidad de que no espere el milagro sentada y vuelva ya mismo a prisión.
Como autora, Munro ha de haber requerido de una gran fuerza espiritual para pintar con humanidad a ambos protagonistas, para no dejar que su desprecio por la crueldad del hombre o la imbecilidad de la esposa mancharan la forma en que los retrataría.
Están otros cuentos igualmente fascinantes: la madre que no puede evitar sentirse moralmente inferior ante su hijo enloquecido, convertido en vagabundo asceta; las niñas que no saben cómo lidiar con la discapacidad y su mezcla de miedo y asco tiene consecuencias fatales; la joven que por engreimiento soporta una humillación sexual y luego se ensoberbece por ello.
Está el fabuloso cuento de la matemática y novelista rusa Sofía Kovalevski, quien siente que debe empequeñecer sus logros profesionales para merecer el amor de un hombre vil. Es un cuento agotador: uno se sorprende de la capacidad intelectual de Sofía para luego desesperarse porque está dispuesta a sacrificarla sólo porque su vida no está completa sin el amor de un hombre. La detestamos, luego pensamos en nuestros propios sacrificios –mucho menos monumentales– y la entendemos profundamente, con una comprensión rabiosa.
Escapar de la felicidad
La mayoría de los personajes de Munro escapan, voluntariamente o no, de una situación feliz. No es que estén vaciados de emociones, sino que la autora prefiere enfocarse en la lógica bajo la cual ellos enmarcan sus actos. Escapan, pues, como si la alegría les estorbara para ver con claridad, como si la demasiada felicidad fuera nociva, antinatural, intrusiva…
Quién sabe si desnudar la psique atormentada de sus personajes de una manera magistral es el castigo auto infligido que Munro escogió para lidiar con la demasiada felicidad de saberse una escritora brillante.
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