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Foto del escritorGabriela Solis

Clases de literatura (Berkeley, 1980)



Cortázar forma parte de un vilipendiado grupo de autores que podríamos clasificar bajo la categoría “repudiados en la madurez”. Es decir, escritores que leímos con avidez en la adolescencia y ahora que somos-intelectuales-muy-inteligentes, nos da vergüenza admitir que alguna vez los quisimos (Bukowski y José Agustín también están ahí, ¿quiénes más?). Leer la transcripción de las clases que Cortázar dio en Berkeley me revivió la simpatía (yo ya pasé por el trance de ningunear a Julio, hasta que releí Rayuela hace un par de años y corroboré que sigue siendo una maravilla), sobre todo porque confirma lo que intuimos en sus libros: es un tipo sencillísimo, casi pedestre, y, mejor aún, ¡no quiere ser otra cosa! Eso es TAN refrescante en un mundo donde todos quieren ser el intelectual más brillante o tener el comentario más crítico. Por eso estas clases son tan sui generis: no es un maestro pontificando, es un tipo lleno de preguntas y de amor por la literatura. El argumento más socorrido para demeritar la literatura de Cortázar es decir que no es más que juego. Él mismo dice: “En América Latina hay muchos escritores que se toman terriblemente en serio (…) pero los lectores buscan en la literatura elementos que evadan las etiquetas, que los inquieten, los emocionen o los coloquen en un universo de juego o de humor que enriquezca lo que los rodea y aumente su captación de la realidad”. Queremos tanto a Julio.

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