Cortázar forma parte de un vilipendiado grupo de autores que podríamos clasificar bajo la categoría “repudiados en la madurez”. Es decir, escritores que leímos con avidez en la adolescencia y ahora que somos-intelectuales-muy-inteligentes, nos da vergüenza admitir que alguna vez los quisimos (Bukowski y José Agustín también están ahí, ¿quiénes más?). Leer la transcripción de las clases que Cortázar dio en Berkeley me revivió la simpatía (yo ya pasé por el trance de ningunear a Julio, hasta que releí Rayuela hace un par de años y corroboré que sigue siendo una maravilla), sobre todo porque confirma lo que intuimos en sus libros: es un tipo sencillísimo, casi pedestre, y, mejor aún, ¡no quiere ser otra cosa! Eso es TAN refrescante en un mundo donde todos quieren ser el intelectual más brillante o tener el comentario más crítico. Por eso estas clases son tan sui generis: no es un maestro pontificando, es un tipo lleno de preguntas y de amor por la literatura. El argumento más socorrido para demeritar la literatura de Cortázar es decir que no es más que juego. Él mismo dice: “En América Latina hay muchos escritores que se toman terriblemente en serio (…) pero los lectores buscan en la literatura elementos que evadan las etiquetas, que los inquieten, los emocionen o los coloquen en un universo de juego o de humor que enriquezca lo que los rodea y aumente su captación de la realidad”. Queremos tanto a Julio.
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