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Foto del escritorGabriela Solis

Chamitla

Originalmente publicado en la revista Este País.


Jacinto fue el primero en hablar. “No podemos seguir tolerando esta situación, ¡es insostenible!”. Sus palabras habrían tenido más fuerza si el nudo en la garganta no lo hubiera traicionado y si hubiera elegido un mejor adjetivo. Porque la situación era más que insostenible: era indigna, era humillante. Pero no podíamos pedirle gran cosa a su oratoria: lo de Jacinto era la palabra escrita, no la hablada. Era, de hecho, lo de todo Chamitla, un pueblo de poetas. Caminar por Chamitla era sondar el silencio en estado puro. Las calles no engendraban más sonidos que el pasar de las hojas de los libros o el ronroneo de la pluma sobre el papel. El tintineo de la cerámica contra el mármol y la caída de cascadas de café eran los únicos ruidos que salían de los restaurantes. El café de Chamitla era terrible: siempre frío. Y es que todos saben que el café sirve para lubricar las ideas y echarlas a andar, pero después del primer par de sorbos uno no puede distraerse si encontró una chispa para encender la mecha. Era un trueque justo: café frío a cambio de páginas llenas de maravillosa calidez.


Los chamitlenses destacaban en todos los géneros literarios. Tenían que: se gastaban la vida escribiendo. Nunca se estaba tan cerca de las claves de la vida como al leer sus poemas. Era angustioso que terminaran: uno quería ir más allá y no podía. Las obras dramáticas eran casi un tratado de psicología. Todos los miedos, los ascos y las pasiones eran exhibidas con tal destreza que uno sentía que debía leer ese texto a solas y fuera del alcance de ojos extraños, porque estaba ante algo sagrado. Lo mismo pasaba con los ensayos, ante los cuales uno sentía las ideas como hilos de perlas entre los dedos y trataba —inútilmente— de asir cada una. Las novelas eran la principal causa del insomnio crónico que azotaba a Chamitla, y es que se leían con tanta devoción que se llegaba a creer en ellas con una fe casi infantil, ciertos de que si cerraban el libro antes de terminar la historia, algo terrible ocurriría.


Los habitantes de Chamitla estaban tan metidos en la Literatura como su pueblo lo estaba en la Sierra, aquella, la más inhóspita de México. Era como si Dios hubiera tomado el pueblo entre sus dedos índice y pulgar, ya hecho con habitantes y todo, y lo hubiera colocado en la punta más alta de la cordillera. De otra manera, era imposible imaginar no solo cómo alguien pudo haber llegado ahí, sino cómo se edificó un pueblo completo. Esa azarosa geografía hacía prácticamente imposible que nada de lo que escribieran saliera de Chamitla. Por eso resultaron tan perturbadoras las cartas de Inocencio. Inocencio era el único chamitlense que había dejado el pueblo. Se había ido para no morirse de tristeza y de aburrimiento. Porque a Inocencio no le gustaba escribir: le gustaba leer. Y en Chamitla nadie leía, no solo porque no llegaba ningún libro del extranjero, sino porque estaban demasiado absortos escribiendo. Así que Inocencio entendió bien pronto que quedarse en Chamitla y suicidarse eran sinónimos e hizo la única elección que lo mantendría vivo: se fue. Como no solía escribir, nadie esperaba recibir noticias suyas.



Fotografía de Sebastião Salgado.

La sorpresa fue doble: llegaron cartas de Inocencio y llegaron con noticias atroces. La primera línea decía así: “Se están robando todo lo que ustedes escriben”. Inocencio no decía dónde estaba, solo que había encontrado fantásticas librerías donde pensó que saciaría su hambre de lectura. Pero el hambre se convirtió en horror al descubrir que libros que había leído en Chamitla estaban en ese lugar, pero con nombres distintos y autores que no eran chamitlenses. La sorpresa se acrecentaba más cada día que leía, el terror se apoderaba de él página a página. Las novelas más encumbradas de los chamitlenses aparecían con nombres rusos, extrañísimos: Dostoyevski, Tolstoi. La historia era exactamente la que había escrito Jacinto, pero no se llamaba Ella debe morir, sino Los hermanos Karamazov. ¡Los poemas, los poemas! Reconoció inmediatamente los inigualables versos de Álvaro, pero estaban bajo el título de La Ilíada y firmaba un tal Homero. ¿Quién era ese Shakespeare y por qué aparecía como el autor de La locura de Leonora, escrito por Ignacio y retitulado burdamente como Macbeth? Los ejemplos seguían por hojas.


Chamitla se murió: la tristeza les ablandó los huesos y se vaciaron de palabras. No sabemos quién fue el último chamitlense ni cómo perdieron la lucha por recuperar el honor de ser los autores de dichos textos, porque no dejaron testimonio de la evolución que siguió al atroz descubrimiento de Inocencio. Jacinto intentó empezar la lucha, pero el desconsuelo les dibujaba un aura densa y brumosa que no les dejaba ánimo para hacer nada. Ni siquiera escribir.


Una anécdota así solo pudo ocurrir en una época de antes del tiempo. Después, la historia se tuerce horriblemente y se mezclan eras, títulos, nombres, nacionalidades. La prueba es que nunca hemos oído de Chamitla y en cambio veneramos a poetas griegos, novelistas rusos y dramaturgos ingleses.

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