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Foto del escritorGabriela Solis

Aprender a cocinar a los 30

Artículo originalmente publicado en Think Tank New Media.


Soy una inútil. Lo descubrí hace seis años que me mudé de casa de mis padres. Recién me había graduado de la universidad, tenía un trabajo muy chido y toda la emoción de –¡por fin– vivir sola. Pero no sabía hacer ninguna tarea que tuviera que ver con la casa. Por supuesto, podía barrer y pasar un trapo a los muebles, pero nunca había lavado mi ropa, un baño completo y no podía cocinar absolutamente nada.


Las primeras tareas eran fáciles de resolver. Compré una lavadora (que sigue siendo mi electrodoméstico favorito hasta el día de hoy; gracias totales a quienquiera que la haya inventado), detergente, suavizante y aprendí el orden en que tenía que presionar los botones. La cosa se hacía sola y sólo había que subir a tender, tal como mi abuela lo habría querido. Listo, calzones limpios cada semana.


Respecto al baño, no hubo otra opción más que ponerse de rodillas y tallar. Mi roomie de ese entonces probó ser otro inútil, pero además huevón, así que como no quería arriesgarme a un baño sucio, yo lo lavaba cada semana. Sin problemas, excepto el de darme cuenta de que me había mudado con un ser con muy poca estima por la higiene.



La cocina, en cambio, sí era todo un tema. No sabía cocinar en parte porque nunca tuve que hacerlo y en parte porque nunca quise aprender. Me parecía una tarea “de mujeres” y, en mi inconsciente, yo cumplía el rol de varoncito primogénito. Cocinar era una tarea que, desde mi torpe perspectiva, no tenía ningún reto intelectual, requería mucho tiempo que podía ser invertido en cosas mejores y necesitaba de algo que no me tocó en la repartición de virtudes: paciencia.


Pude sobrevivir bastante bien unos años, porque sólo desayunaba y cenaba en casa. Es decir, picar fruta, poner café y hacer quesadillas me bastaba. Después llegó Mario, quien es mi novio y el mejor cocinero que conozco. A él desde chiquito lo ponían a cocinar para toda la manada, y sabía guisar corazón y hacer unas salsas de puta madre.


Siempre que cocina en casa, es una fiesta. Es paciente, se divierte, experimenta y todo concluye con un momento que tiene un tipo de intimidad diferente: comer en casa juntos, con tranquilidad, nuestra música favorita y solos es una de mis cosas favoritas. Ese gozo me llevó a querer aprender a cocinar, básicamente porque deseaba poder darle la misma alegría que él me daba a mí cuando lo hacía. Tómala: la que no quería cocinar porque era cosa de mujeres, ahora quería aprender para poder hacerle la cena al novio.


Supongo que así ocurre con muchas cosas: actitudes o tareas que despreciamos por poco notables, usualmente esconden otro tipo de importancia, una más discreta y profunda. Aprender a cocinar me hizo pensar en la paciencia e inventiva de mi madre, una mujer que durante 30 años hizo desayuno, lunch, comida y cena para cuatro personas. Todos los días algo distinto, cada uno de los platillos deliciosos, nada al aventón. Es una obviedad, pero una que yo no entendí hasta que quise cocinar: hacerle a alguien de comer es una forma de decir te amo, decir te dedico mi tiempo y esta cosa calientita, picante y deliciosa que se parece a lo que siento por ti.



Mis amigos se burlaban al principio. “Pobre Mario” fue una frase que escuché con frecuencia y la verdad es que el pobre sí se tuvo que zampar mis primeros platillos desabridos y olvidables. Pero lo fui haciendo mejor: dejé de querer ceñirme estrictamente a una receta con cantidades exactas (“¿Cuántos gramos son una pizca?” es una de mis frases que quedó para la posteridad) y comencé a encontrar mi propia sazón. La aventura ha crecido al grado de que ya puedo presumir que una vez horneé roles de canela, haciendo desde la masa hasta el glaseado. Lo más chingón fue ver la alegría con que se los comían las personas a quienes les regalé uno: Mario, mi hermana, mi mamá, nuestros amigos. Tal vez la cocina sea sólo otro cauce para darle rienda suelta a la ternura que cada vez abarca más de mí.

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